martes, 3 de marzo de 2009

CAPÍTULO 1: EL GATO CANELA DE INTENSOS OJOS VERDE ESMERALDA


CAPÍTULO 1: EL GATO CANELA DE INTENSOS OJOS VERDE ESMERALDA

Como cada mañana, me alcé rápidamente de mi mullida cama ante el ensordecedor ruido que realizaba el endemoniado despertador que tía Marga había decidido comprarme como regalo de cumpleaños. Todavía recordaba el ridículo apodo que le había otorgando a aquella monstruosidad: “regalito original”. Era un despertador color fucsia que desentonaba por completo con mi cuarto. A cada satánico pitido que ejercía, se le unían haces de luz de diferentes colores capaces de alumbrar toda la estancia cuando ésta se hallaba en completa penumbra. Desde entonces no había podido volver a utilizar la excusa de que no había escuchado sonar el despertador, pues éste se hacía oír en toda la casa. Por culpa de la petulante tía Marga no había faltado ni un sólo día a aquel horrible lugar que la gente solía apodar como “La Uni”. Había intentado hablar con mi madre cientos de veces sobre todo lo que significaba sacarme una carrera y asistir a la universidad día sí día también, aunque la verdad es que nos faltaba comunicación. De hecho, no hablábamos casi nunca sobre ningún tema en particular. Mi padre alcohólico nos abandonó cuando yo apenas había cumplido los diez años y, desde entonces, mi atolondrada madre jamás había vuelto a ser la misma. Los primeros años tras la marcha de un padre que ya no echaba en falta, Alicia se había dedicado exclusivamente a mi educación. Aunque, con el paso del tiempo y ante la rapidez tanto psicológica como física que yo día a día mostraba, buscó otra clase de entretenimientos. La verdad es que no quería saber qué era lo que hacía en su tiempo libre. Era bastante mayorcita como para hacer todo aquello que le viniese en gana. Desde los quince años aprendí a valerme por mi misma sin la necesidad de un padre o una madre que me sirviesen como ejemplo y, hasta ahora, todo me había ido bastante bien. No me drogaba, no me emborrachaba, no mostraba ningún tipo de interés por los hombres y había logrado hacerme un hueco en la universidad mediante las becas que me habían otorgado gracias a mis elevadas calificaciones.

Harta ya del bullicio que el molesto despertador estaba ocasionando, lo cogí con toda la rabia que cada mañana él mismo lograba infundirme, abrí la única ventana que decoraba las paredes de mi cuarto y lo lancé tan lejos como me fue posible.

-Muerto el perro, muerta la rabia-murmuré por lo bajo mientras volvía a lanzarme sobre la cama con la intención de volver a sumirme en un profundo sueño del que prefería no despertar aunque, para mi gran desgracia, me había desvelado completamente-Maldito cacharro-farfullé en el instante en el que comprendí que no podría dormirme nuevamente.

Quejosamente me levanté parsimoniosamente de la cama manteniendo en mi cansada mente la efímera intención de asistir como cada mañana a aquella cárcel repleta de estudiantes que nada tenían que ver conmigo. Lo admitía, era un bicho raro. No me gustaba entablar conversación con personas que sabía no tenían nada bueno que concederme. Era un lugar plagado de grupitos en los que simplemente yo no encajaba. Por un lado, como en cualquier universidad de cualquier parte del mundo, se podía encontrar el maravilloso grupo compuesto por los populares. Gente con dos neuronas de frente que se dedicaba en cuerpo y alma a su apariencia física dejando completamente apartado el aspecto intelectual que, por otra parte, los frikies estimulaban. Entre estos dos grandes grupos podían encontrarse cientos más: aquellos que se dedicaban a la cocina, los divertidos que actuaban como payasos para su público estudiantil, aquellos fanáticos que deseaban ser como sus ídolos y vestían raros ropajes que supuestamente hacían honor a sus personajes, tanto fantásticos como reales, preferidos, los punk, los raperos, los macarras...Definitivamente, no encajaba en ninguno de ellos. De eso estaba convencida.

Suspiré amargamente mientras me desprendía del añejo pijama que vestía. Seguidamente, abrí el menudo guardarropa ubicado en un extremo de aquel pequeño cuarto que desde siempre me había pertenecido y agarré lo primero que contemplé en su interior. Tras colocarme el jersey chocolate y los gastados pantalones vaqueros que había elegido al azahar, me calcé con las sucias deportivas que años atrás mi madre me había regalado. Su único y último regalo.

-¡Mamá, levántate o llegarás tarde al trabajo!-grité en el preciso instante en el que salía de mi desordenado cuarto repleto de libros, hojas dibujadas y CD´s de música.

Sabía que me había oído a la perfección, pues las paredes de la casa parecían hechas de cartón. Otra cosa mala que añadir a mi larga lista de quejas. Si no fuese por el hecho de que Alicia solía pasar la mayor parte del día fuera de casa, a penas gozaría de la intimidad necesaria.

-¡Mamá!-grité nuevamente mientras bajaba las escaleras que llevaban al piso inferior.

Pude escuchar el quejido proveniente del cuarto de mi madre tras mi insistente llamada y bufé disconforme. En cualquier otra casa del mundo era la madre la que se enloquecía intentando despertar a sus hijos. En cambio, mi vida era diferente en todos los aspectos a las demás. Al menos a aquellas que yo conocía.

Entré con apresuramiento en la cocina al contemplar la hora en el reloj de muñeca que llevaba adherido a mi brazo izquierdo.

-Tarde, como siempre...-rumié por lo bajo mientras colocaba dos tazas repletas de leche en el mugriento microondas que seguramente mi madre había utilizado para calentar el pollo asado que la noche anterior yo había comprado.

Tendré que limpiarlo cuando vuelva.

-¡Mamá, es la última vez que te llamo!-vociferé desesperada en el instante en el que sacaba las tazas del interior del microondas.

Ni siquiera me molesté en mirar si mi madre había comprado Cola-Cao. Estaba clara la respuesta.

Limpiar el microondas, hacer la lista de lo que necesito e ir a comprar...Que gran plan.

Escuché la manera en la que mi madre arrastraba los pies y volteé los ojos con amargura. ¿Cuantas veces debía decirle que no los arrastrase?

Tras un rápido almuerzo, subí rápidamente los peldaños que componían la vieja escalera de madera que crujió bajo mis pies para adentrarme en el pequeño cuarto de baño que tanto Alicia como yo compartíamos. Me lavé con rapidez la blanquecina piel que recubría mi rostro, lavé con esmero mis rectos y relucientes dientes, recogí mi desgreñado pelo castaño en una coleta alta y, por último, puse un poco de rimel en mis largas pestañas. No era esencial que me lo pusiese, pues mis frondosas pestañas eran lo suficientemente largas como para que mis ordinarios ojos marrones soliesen sobresaltar más de lo que verdaderamente debían. Se trataba simplemente de una costumbre aprendida de mi madre, la cual me había enseñado con tan sólo doce años a maquillarme cual fulana, cosa que nunca hacía. Tras un último vistazo al alargado espejo ubicado sobre el lavabo, corrí en dirección a mi cuarto, alojé todos los utensilios necesarios en el interior de la anticuada mochila que desde los trece años portaba y salí disparada escaleras abajo tras murmurar un rápido adiós que mi madre oyó.

Tan rápido como cerré la puerta, vi pasar ante mí el último autobús que podía llevarme a la universidad, ubicada a veinte manzanas de mi casa. Me debatí entre ir a pie hasta la facultad o correr tras el bus con la esperanza de que el conductor me viese y, en un acto caritativo, decidiese parar el autocar para que pudiese ingresar. Finalmente, al contemplar la lejanía a la que ya se encontraba mi único medio de transporte, me cargué la mochila a los hombros e inicié una acelerada caminata por los peores barrios de Gran Bretaña.

-Increíble-mustié con resignación tras haber recorrido el primero de los diecinueve barrios que todavía me faltaban por visitar.

A penas había penetrado en la segunda manzana, cuando un fuerte maullido proveniente de algún lugar que fui incapaz de atinar consiguió sobresaltarme de tal manera que perdí mi casi nulo equilibrio cayendo así, de culo, sobre la húmeda acera.

-¿Por qué a mí?-inquirí en tono dramático mientras me masajeaba mis adoloridas nalgas.

En cuestión de unos pocos segundos tras mi tonta caída, apareció ante mí el responsable. Un hermoso gatito de pelo canela e intensos ojos verde esmeralda me contemplaba como si fuese una suculenta sardina que se moría por probar o, al menos, esa es la impresión que me dio.

-Así que tu eres el causante de que durante varios días mi trasero vaya a permanecer tan morado como los granos de Arnold-comenté ejecutando una leve carcajada ante mi burlesco y a la vez despiadado comentario.

Arnold Burdock era un muchacho de diecinueve años con el que compartía la mayor parte de las clases. Era de ese tipo de personas que se pasaban el día estudiando como descerebrados para sacar matrículas de honor, lo que no estaba del todo mal. Si no fuese porque se trataba de un ser odioso, jamás me hubiese atrevido a insultarle de manera alguna. Era una persona pedante, proveniente de una familia adinerada. Conducía carísimos coches, vestía ropa de alta costura y compraba todo aquello nuevo que salía a la venta. La única imperfección que él mismo admitía que tenía era su grasienta cara repleta de granos aunque, como había hecho saber mil veces, estaba a punto de asistir a un nuevo tratamiento, según él por fin definitivo, para hacer desaparecer de nuestras retinas aquella molesta imagen de su rostro, que adquiría un tono amoratado por la cantidad de productos que probaba. En fin, se trataba de todo un personaje. Cuanto más alejada pudiese estar de él, muchísimo mejor.

Aquel minino no apartó ni una milésima de segundo su penetrante vista de mi. Me sentía extrañamente cohibida ante su felina mirada lo que, claramente, era ridículo. No era más que un simple gato callejero.

Me levanté costosamente sin dejar de acariciar mi trasero, el cual todavía me dolía. Olvidándome por completo de aquel felino que se hallaba ante mí, volví a observar una vez más la hora.

-Definitivamente, no llego ni a la primera ni a la segunda clase-murmuré en el instante en el que me acariciaba frenéticamente la frente-Puedes estar contento Garfield-comenté al notar el parentesco que aquel adorable felino y el propio Garfield de los dibujos animados guardaban.

El minino ronroneó armoniosamente pidiendo nuevamente mi atención. Cuando posé mis grandes ojos marrones en él, éste emprendió un raudo y ligero paso hacia los matorrales ubicados a mi derecha. Pocos segundos después, el mismo gato asomó su menuda cabeza por la espesa maleza.

-No tengo tiempo para jueguecitos-aseguré emprendiendo reiteradamente el paso hacia la facultad.

Me apresuré tanto como pude por las angostas calles de Londres hasta avistar muy a lo lejos el edificio enladrillado al cual me dirigía.

-Al menos podré asistir a Anatomía-me resigné al avistar la hora en el gran reloj dispuesto junto a la universidad.

Penetré en el recinto en el preciso instante en el que sonaba la campana anunciando el fin de una clase y el inicio de otra. Debía pedirle a alguien los apuntes de las asignaturas a las cuales no había podido asistir.

-¡Jackson!-llamé por encima del bullicio.

Un guapo muchacho de veinte años me observó desde el final del pasillo con una ligera sonrisa pintada en su agradable cara.

-Has vuelto a llegar tarde-comentó el joven agrandado la sonrisa que hasta entonces había permanecido incrustada en su bronceada piel.

-Lo sé, lo sé-me recriminé a mí misma mientras me golpeaba levemente la frente.

-Y como siempre, querrás que te deje los apuntes, ¿Verdad?-preguntó en modo de reproche a la vez que alzaba inquisidoramente una de sus cejas.

-Por favor-rogué en un susurro que mi compañero pudo escuchar a la perfección.

Jackson bufó disconforme a la vez que abría la gruesa carpeta que llevaba colgada de su brazo izquierdo.

-Nunca cambiarás-declaró en tono burlesco extrayendo las nueve hojas que debería fotocopiar lo antes posible.

Cuando alargué la mano con la intención de hacerme con esos papeles, él los apartó de mi alcance elevándolos por encima de mi cabeza.

-Dámelos anda-me quejé intentando agarrarlos cosa que, claramente, no logré.

-De eso nada-comentó el moreno sin borrar en ningún instante aquella seductora sonrisa perteneciente a su rostro-No hasta que no aceptes mi proposición.

-Jack...-farfullé cansadamente a la vez que volteaba los ojos.

-Sólo una cita-rogó con voz acaramelada.

-Me lo pensaré-prometí alargando una vez más el brazo creyendo, ingenuamente, que él cedería ante mi clara negativa.

-Eso es lo que me dices siempre-se quejó el chico alejando lo máximo posible de mi los apuntes que tan bien sabía que yo necesitaba.

-¿Por qué no podemos ser sólo amigos?-pregunté fastidiada mientras me cruzaba de brazos.

-Porque no es amistad lo que siento por ti y lo sabes-declaró Jack logrando que enrojeciese completamente cohibida ante su confesión.

Entreabrí la boca con la clara pretensión de negarme una vez más a salir con él, aunque jamás pude pronunciar mi discurso tan bien ensayado. Un conocido maullido interrumpió por completo la conversación que estaba manteniendo con mi acompañante, el cual dirigió su curiosa mirada hacia el final de aquel ahora solitario pasillo. Me volteé aceleradamente sin poder creer lo que mis ojos ojearon segundos después.

-Garfield...-murmuré entrecerrando los ojos.

-¿Es tuyo?-preguntó Jack avanzando lentamente hacia el manso animal.

-No. Me lo encontrado de camino-comenté siguiendo lentamente a mi tozudo compañero-Creo que me a seguido-dije en el instante en el que Jackson se ubicaba frente al felino.

-¿Es salvaje?-consultó a la vez que alzaba la mano con la intención de acariciar al minino.

-No lo sé-declaré alzando levemente los hombros-Creo que alguien lo abandonó. Parece bastante dócil-aseguré justo en el momento en el que el menudo gato erizaba el bello de su lomo mostrando su agresividad.

Jack apartó velozmente la mano ante el sobresalto que el felino le otorgó a la vez que maldecía mediante insultos al indefenso minino.

-Sólo es un gato-comenté esbozando una radiante sonrisa en mi rostro al ver el miedo reflejado en los claros ojos de mi acompañante-Es inofensivo.

-¿Inofensivo?-inquirió el muchacho con cierto recelo-¿No has visto como se a puesto?

Bufé sin borrar aquella sutil sonrisa de mi rostro a la vez que me acercaba a aquel menudo y adorable animalito.

-No te acerques demasiado-recomendó el chico alejándose de aquel pacífico felino.

-Cobarde...-murmuré burlescamente mientras agarraba a Garfield entre mis cubiertos brazos, el cual se ubicó cómodamente entre ellos.

-¿Qué vas a hacer con él?-preguntó Jack sin querer aproximarse demasiado a mí, ya que ahora mantenía sujeto a aquel inocente animal que él tanto repudiaba.

-No lo sé-comenté observando al mugriento animal que reposaba plácidamente entre mis brazos.

-Deberíamos ir a clase-aconsejó el moreno examinando el desolado pasillo.

Resoplé sin saber qué hacer. No podía acudir a Anatomía con un gato en brazos, pero tampoco tenía intención de dejarlo suelto por la facultad. Sabía lo peligroso que podía llegar a ser aquel lugar para un indefenso minino como aquel.

-Debo irme. No puedo ir a clase con él-explique sin apartar la vista de Garfield, que ahora me observaba con aquellos deslumbrantes ojos esmeralda

-Entonces...¿Nos veremos mañana?-preguntó Jack contemplándome inquisitivamente.

-Por supuesto-respondí esbozando una alegre sonrisa.

Emprendí el paso hacia la salida de la gigantesca facultad ante la atenta mirada de algunos alumnos que en aquel instante no tenían clase.

-Hoy va a ser tu día de suerte pequeñajo-murmuré tontamente paseando por las estrechas calles de Londres sin ser capaz de desviar la mirada de aquella adorable bola peluda que ronroneaba cada vez que le acariciaba o le dedicaba palabras cariñosas.

Definitivamente, me estaba volviendo loca. Estaba hablando con un gato. Había algo extraño en él. No se parecía a todos los otros felinos que en alguna ocasión había contemplado. Sus ojos eran tan hipnotizantes...

Llegué a casa mucho antes de lo esperado. Seguramente Alicia todavía no había regresado del trabajo, así que no habría problema alguno en ingresar en casa junto a Garfield. Mi madre aborrecía a todos y cada uno de los animales. Yo sabía que les tenía fobia, aunque ella siempre se había negado a admitirlo.

Despaciosamente, entreabrí la oxidada verja que daba paso al desaliñado jardín delantero. Allí, cubierto por una fina capa de barro, se hallaba el destrozado despertador fucsia que tanto odiaba. Sonreí completamente complacida mientras caminaba hacia la entrada. Dejé al minino en el suelo mientras rebuscaba en el interior de mi añeja mochila.

-Donde están las malditas llaves...-farfullé colocando la bolsa en el suelo para, seguidamente, empezar a extraer cada uno de los libros que abarrotaban su interior-¡Aja!-grité victoriosa en el instante en que mis dedos rozaron el frío matojo de llaves ubicado en el fondo de la mochila.

Abrí con presteza la puerta y esperé a que Garfield penetrase en el interior de la casa, cosa que hizo con rapidez. Me siguió hasta mi habitación deslizándose con una agilidad y una elegancia jamás antes vista. Era como si conociese a la perfección el lugar, pues ingresó en mi cuarto segundos antes de que yo lo hiciese. Observé como se acomodaba sobre mi mullido lecho sin apartar en ningún instante su centelleante mirada de mí.

-No me mires así-rogué depositando la bolsa sobre mi desordenado pupitre.

Me senté sobre la silla que se ubicaba frente a mi pupitre y contemplé al felino con cierto interés. Jamás había tenido una mascota y no sabía exactamente cómo cuidarla.

-¿Tienes hambre?-pregunté esperando como una verdadera ingenua que él me entendiese y me hiciese saber de alguna manera la respuesta que yo estaba aguardando.

Me alcé pausadamente de la silla de madera con la intención de ir a la cocina a buscar algo de comer que pudiese darle al flacucho felino. Tan pronto como me puse en pie, él me imitó.

-Esperame aquí-ordené iniciando el paso hacia el pasillo.

La muy ingenua de mí creyó que aquel adorable minino acataría mi orden aunque, claramente, me equivoqué.

-Garfield, es-pe-ra-me aquí-silabeé pausadamente esperando que el menudo gato captase mi clara petición.

Emprendí de nuevo el paso escaleras abajo aunque, como veces anteriores, el minino me siguió de cerca. Desesperanzada, dejé que me acompañase hasta la cocina, donde hallé un pequeño cuenco en el que introduje leche fría.

-Espero que te guste-comenté observando la manera en la que el gato se abalanzaba sobre el pequeño cuenco repleto de leche-Tenías hambre, ¿Verdad?-inquirí acuclillándome a su lado mientras rascaba su diminuta cabeza.

Llené tres veces el cuenco hasta que el animal se sació. Lavé el recipiente con esmero sabiendo a ciencia cierta que el felino me miraba fijamente. Me incomodaba que no apartase la vista de mí. Me intimidaba. Por la alargada ventana ubicada frente a mí pude contemplar el destartalado coche de mi madre. Observé mi reloj de muñeca con confusión. Llegaba demasiado pronto. ¿Qué habría pasado? Agarré a Garfield con rapidez y subí hacia mi cuarto para encerrar allí al minino, que rascó insistentemente la puerta mientras ronroneaba requiriendo mi presencia. Bajé apresuradamente las escaleras que daban al piso inferior y le cedí el paso a mi desconsolada madre, que mantenía un semblante serio.

-¿Qué a pasado?-pregunté con preocupación al ver sus hinchados ojos marrones.

Había estado llorando.

-M-me han des-despedido-tartamudeó sin poder contener por más tiempo las gruesas lágrimas que lograron aflorar de sus ojos.

-¿Otra vez?-inquirí con reproche-Es la quinta vez que te despiden en un mes.

-¡Deja de agobiarme, ¿Quieres?!-rogó entre gritos a la vez que ingresaba en el menudo y estrecho vestíbulo en el que entonces nos encontrábamos las dos.

Al iniciar el paso estuvo a punto de caer de bruces sobre el piso aunque, por fortuna, yo me hallaba junto a ella y pude sujetarla.

-¿Has bebido?-pregunté con dureza al recordar que era la novena vez que llegaba borracha a casa durante el último mes.

-¡Claro que no!-vociferó soltándose de mí-¡¿Por quién me tomas?!-gritó nuevamente intentando volver a emprender el paso aunque esta vez, al no querer que yo le ayudase, cayó de pleno en el duro suelo de madera añeja.

-Mamá...-murmuré completamente decepcionada-Me prometiste que no volverías a beber.

-¡Olvídame!-bramó entre lamentos de dolor por el golpe que se había dado al estamparse contra el piso-¡Eres peor que tu padre!-chilló en el instante en el que se arrastraba hacia el mostrador ubicado en el lugar y se agarraba de la pata de éste.

Intentó ponerse en pie utilizando el sencillo mueble como apoyo, aunque tanto ella como el viejo aparador cayeron al suelo. Me acerqué queriendo ayudarle, aunque me apartó la mano con un brusco movimiento.

-¡No me toques!-vociferó una vez más.

Harta de la situación, le observé con lástima por última vez antes de volver totalmente furiosa a mi cuarto. Me abalancé sobre la cama procurando dominar mi llanto aunque, finalmente, éste se abrió paso por mis párpados recorriendo lentamente mis mejillas hasta depositarse en el grueso edredón color beige que cubría mi estrecha cama. Sentí una calidez anormal junto a mi rostro y entreabrí mis acongojados ojos para dirigir mi vista hacia la adorable criatura ubicada ante mí. Me contemplaba con intensidad, con tranquilidad. Su mirada era totalmente apaciguadora. Pronto me cansé de llorar. Contemplar aquellos ojos esmeralda me había tranquilizado. Ya no sentía furia, ni intranquilidad, ni decepción. No sentía más que cansancio. Lentamente mis ojos se entrecerraron ante aquella brillante mirada. Ronroneó musicalmente logrando que me adormeciera inmediatamente.

-Buenas noches, Garfield-murmuré instantes antes de quedarme completamente dormida.

 
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