
CAPÍTULO 3: AJUSTE DE CUENTAS
Aquella noche a penas logré pegar ojo. A través de la fina pared que me separaba del cuarto de mi madre pude escuchar el ahogado llanto de ésta. Sabía que me arrepentiría el resto de mi vida si le sucediese algo que yo hubiese podido evitar. Debería dejar los estudios. Al menos por el momento.
-La vida es muy injusta-mustié en un susurro mientras acariciaba el suave pelaje del pequeño minino aposentado junto a mí.
El gato me observó durante largos minutos sin siquiera moverse un ápice. No me extrañó que lo hiciese, pues durante gran parte de la noche se había mantenido alerta y extrañamente protector. A cada leve sonido que mi madre profería ejercía un bufido o exponía sus afilados dientes con agresividad. No comprendía el porqué de esa actitud tan extremadamente defensiva, aunque me agradaba. Jamás nadie se había preocupado por mí lo suficiente como para temer por mi seguridad. Quizá sólo se tratase de un pequeño saco de huesos pero ,al fin y al cabo, era mi propio saco de huesos. Mi adorable saco de huesos. Sonreí risueñamente al sentirme abrigada por él; por un menudo minino que desde hacía menos de veinticuatro horas jamás había necesitado y que ahora no quería dejar marchar de mi lado. Quizá me estaba mostrando demasiado egoísta al desear que él siguiese conmigo en aquella ruinosa casa que compartía con una desequilibrada pero, incluso sabiendo que mi actitud era claramente inmoral, no podía evitar ansiarlo.
Cuando los primeros rayos de sol cubrieron parte del cuarto, decidí que ya era hora de levantarme. Pretendía largarme de allí lo antes posible. Coloqué desordenadamente los libros que esa mañana necesitaría en el interior de la obsoleta mochila y me dirigí aceleradamente, seguida de cerca por el felino, hacia el cuarto de baño.
-Espera aquí-demandé instantes antes de cerrar la puerta ante el minino, el cual se asentó frente al recinto en el que ahora yo me hallaba.
Tras una breve ducha, agarré con presteza una de las toallas que colgaban del porta toallas ubicado a mi derecha, sequé con ella mi mojado cuerpo y salí de la menuda sala repleta de vapor para encontrarme directamente con mi escolta particular, el cual meneó rítmicamente el rabo en el instante en el que le dedicaba una sonrisa. Me vestí con desmesurada prisa ante la atenta mirada de Galfield, que se mantuvo en todo momento alojado junto a la entrecerrada ventana.
-Ahora te traeré algo de comer. No te muevas de aquí-mandé mientras me abotonaba los pantalones vaqueros que vestía a la vez que salia de mi cuarto para dirigirme hacia la cocina ubicada en el piso inferior.
Resoplé con incredulidad al contemplar junto a mí a aquella bola de pelo de la cual no lograba zafarme. Esbocé una liviana sonrisa sabiendo a la perfección que todo esfuerzo por intentar que cumpliese mi sencilla orden sería totalmente en vano así que, sin opción alguna, dejé que me acompañase. Contemplé con admiración la manera en la que se deslizaba elegantemente junto a mí.
Penetré en la desarreglada estancia con la única pretensión de comer algo antes de partir hacia la facultad. Tras contemplar la hora que marcaba el reloj dispuesto en la cocina y cerciorarme de que no disponía de tiempo suficiente para elaborar un digno manjar, me dirigí hacia uno de los múltiples armarios hallados en el lugar. Tras rebuscar laboriosamente en el interior de la mayor parte de ellos, finalmente logré encontrar lo que buscaba. Agarré aceleradamente la última lata de anchoas que quedaba y la abrí vertiendo su contenido en el cuenco que ya pertenecía a aquel audaz felino, el cual ahora se situaba recostado sobre la encimera de madera que revestía dos de las cuatro paredes que componían la sala.
-Espero que te guste-comenté en el instante en el que cogía una de las manzanas del frutero metalizado fijo sobre la escueta mesa cuadrada ubicada en el centro de la luminosa estancia.
Pude escuchar el bufido que el animal profirió mientras me dirigía hacia el piso superior para lavarme los dientes y coger mi mochila. Pocos minutos después, bajé nuevamente las empinadas escaleras de madera que, como siempre, crujieron bajo mis pies. Coloqué la bolsa sobre mi espalda para, segundos después, mordisquear la rojiza manzana que mantenía agarrada en mi mano derecha.
-Garfield-llamé dirigiéndome reiteradamente hacia la cocina.
Suspiré al contemplar el cuenco todavía repleto con aquellas saladas anchoas que a mí tan poco me gustaban. Estaba claro que tampoco se trataba de uno de los platos predilectos del felino.
-Por lo que veo no te gustan las anchoas, ¿Verdad?-comenté sonriente mientras tiraba el contenido del recipiente gatuno a la papelera-Lo siento, no tengo sardinas-añadí tras rebuscar en el interior de la desierta nevera-Me pasaré después de las clases por el supermercado y compraré algo digno de tu exquisito paladar.
Dirigí mi vista hacia el refinado gato aposentado sobre la mesa central quedándome, como veces anteriores, completamente pasmada ante la mueca que tras mi comentario había ejecutado. Una de dos, o me estaba volviendo loca o el felino me había vuelto a sonreír.
-¿Qué es esa cosa?-preguntó una conocida voz a mis espaldas ocasionando que me sobresaltase.
No respondí inmediatamente a la pregunta, ya que el rostro de asco que mi madre ejerció me dejó momentáneamente estática. Cogí al minino entre mis brazos y emprendí un rápido paso hacia el piso superior con la única idea en mente de salir de aquel lugar lo antes posible.
-¡Te he hecho una pregunta!-comentó mi madre con voz ruda y fría mientras me seguía de cerca.
-Un gato-mustié apresuradamente en el instante en el que ingresaba en mi cuarto.
-Eso ya lo veo-aseguró sin cesar momento alguno el tono de voz desafiante que desde el inicio de la conversación había estado usando-Lo que quiero saber es qué hace aquí esa cosa-comentó con desprecio.
Me volteé hacia ella para contemplarle, cosa que inmediatamente preferí no haber hecho. Su descompuesto rostro me contemplaba con rencor. Analicé detalladamente su desaliñado aspecto. Sus ojos permanecían tan hinchados como la noche anterior pero ahora, bajo ellos, descansaban unas inflamadas ojeras moradas imposibles de disimular. Parecía mucho mayor que la pasada noche. Contemplé asombrada la profundidad que habían adquirido cada una de las arrugas dispuestas junto a sus acuosos ojos, los cuales se mantenían fijos en mí.
-Ahora es parte de la familia-anuncié decididamente.
-¡De eso nada!-testificó cruzándose de brazos a la vez que yo dejaba sobre la cama al minino-Ya estás llevándote de aquí a esa asquerosa cosa.
-No-concluí sin dejar de observar a la furiosa mujer que se hallaba ante mí.
-¿Estás desobedeciéndome?-inquirió en un tono autoritario que nada le pegaba.
-Va a quedarse-aseguré testarudamente-Y a cambio te daré el dinero que necesitas-sentencié esperando esa vez que ella reaccionase.
-Está bien-acordó rápidamente y, mucho antes de que pudiese asimilar las palabras que había pronunciado, desapareció de mi cuarto.
No entendía la causa por la que se había mostrado tan sumamente conforme ante mi demanda. Odiaba a los animales. Era curioso que hubiese aceptado convivir con un gato al cual repudiaba sin siquiera planteárselo. Sabía que necesitaba el dinero, pero aquella actitud no concordaba en absoluto con la de la Alicia que yo tanto conocía. Había algo que no me había contado. Algo que yo ansiaba saber.
Me deshice de la mochila que cargaba en mis hombros para, seguidamente, dirigirme hacia el cuarto de mi madre. Llamé tres veces a la puerta antes de ingresar en la lúgubre estancia. Las cortinas todavía permanecían cerradas.
-¿Qué quieres?-preguntó mientras se limpiaba con prisa las finas lágrimas que brotaban de sus ojos.
-Quiero algunas respuestas-pronuncié firmemente cerrando la puerta tras de mí.
Camine vacilantemente hacia la cama, en la cual me asenté. Alicia permanecía sentada ante el pequeño tocador de madera que mi padre le había regalado para su tercer aniversario de casados. Era el único objeto de él que todavía conservábamos. Tras su repentina marcha, mi madre enloqueció. Todavía recordaba la fogata que realizó en el jardín trasero, en la cual había arrojado todo aquello que podía recordarle a mi padre. Miles de fotografías en las que aparecía yo junto a aquel hombre que a penas recordaba fueron quemadas aquella misma noche junto a la ropa y varios objetos personales que mi madre no había estado dispuesta a guardar. Estaba claro que nunca había esperado su regreso.
-Creí que no querías saber nada sobre mis malos hábitos-mustió sin dejar de observarse en el menudo espejo alargado situado ante ella.
-Ahora me interesa-me sinceré sin dejar de contemplar su inescrutable rostro.
Suspiró con aflicción a la vez que contemplaba mi reflejo en el vidrio plateado en el cual se mantenía fija mi figura.
-¿Qué quieres saber?-inquirió con voz débil mientras empezaba a maquillar su envejecido rostro.
Respiré profundamente antes de responder. Temía cada una de las respuestas que pudiese darme, aunque prefería saber la verdad que seguir viviendo en la completa ignorancia.
-¿En qué estás metida?-pregunté inquisitivamente esperando reacción alguna por su parte, aunque para mi sorpresa la pregunta no pareció afectarle en modo alguno, ya que siguió acicalándose como si yo no hubiese comentado nada.
-Drogas-respondió resueltamente dejándome momentáneamente pasmada.
Me alteró la manera despreocupada con la que contestó mi pregunta. No era capaz de asimilar la palabra que ella había pronunciado. Era horrible.
-¿Desde cuando?-logré mencionar en un hilo de voz ante la falta de saliva que mi seca boca estaba experimentando.
-Casi dos meses-volvió a responder con total normalidad.
Aspiré ante la falta de aire que estaba padeciendo a la vez pasaba frenéticamente mi mano por mi acalorado rostro. Sabía que tenía problemas con el alcohol, pero las drogas era algo totalmente distinto. Se trataba de un mundo peligroso en el cual no quería estar involucrada.
-Haré la transacción de mi cuenta a la tuya esta misma tarde-murmuré sin lograr salir todavía del shock en el que me hallaba sumergida.
Alicia asintió levemente mientras contemplaba como me marchaba de su cuarto. No quería seguir preguntando. No quería saber nada más sobre el tema. Acudiría lo antes posible al banco y me olvidaría del asunto tan rápido como me fuese posible. Miré el añejo reloj ubicado en mi muñeca izquierda. Hacía casi media hora que el autobús había partido. Bufé con inconformidad a la vez que ingresaba en mi cuarto. Ojeé en un rápido vistazo a Garfield, que seguía sentado ante la entreabierta ventana. Se mantenía vigilante, aunque no le dí demasiada importancia al asunto. Solía comportarse de una manera muy distinta a la de los felinos con los que en anteriores ocasiones me había visto obligada a tratar.
Me tumbé boca abajo en la cama y tapé mi rostro con el edredón. ¿Por qué la vida era tan complicada? Solo deseaba tener una familia normal, una casa medianamente decente, algún hermano al que poder echar la culpa. En definitiva, un vida como la de cualquier otro ser humano. No supe cuanto tiempo pasó hasta que me quedé profundamente dormida en mi lecho. Quizá segundos, minutos, incluso horas. Poco importaba.
Desperté a las cuatro y treinta y siete minutos de la tarde. En un principio no quise levantarme de aquella mullida cama en la que me hallaba acostada aunque, tras recordar que tenía algunos asuntos pendientes que tratar, decidí alzarme. Me froté mis adormilados ojos mientras me colocaba la gruesa cazadora gris dispuesta sobre el respaldo de la silla que se encontraba ante el escritorio. Era un día frío de principios de Noviembre, así que decidí cubrir mi desnudo cuello con una abrigadora bufanda negra que encontré en el interior de mi desordenado armario.
-Vuelvo enseguida-aseguré mirando por última vez al minino antes de recorrer el corto trayecto que me llevaría hacia el exterior de la casa.
En aquella ocasión, Garfield no me siguió. Me extrañó que no lo hiciese, pues no me había dejado ni un minuto a solas desde que le había "adoptado" el día anterior. Tras una rápida visita al banco, me dirigí hacia el supermercado situado a dos calles de mi casa antes de volver a ésta. Eran las siete y seis minutos de la tarde cuando finalmente penetré en mi solitario domicilio.
-¿Mamá?-llamé en el instante en el que ingresaba en la cocina para colocar la compra en su respectivo lugar.
Tras estacionar en su correspondiente puesto el contenido de las tres bolsas repletas de comida que ahora se hallaban vacías sobre la mesa central de la estancia, me dirigí hacia el piso superior. No parecía haber nadie en la casa.
-¿Garfield?-clamé penetrando en mi lóbrego cuarto a la vez que pulsaba el interruptor.
La desordenada sala se iluminó en un santiamén mostrando ante mí piezas de ropa esparcidas por el suelo y papeles ubicados por doquier.
Debería recoger de vez en cuando.
-¿Minino?-llamé nuevamente examinando la solitaria estancia.
Tras llegar a la certera conclusión de que el felino no se hallaba en el lugar, me dirigí hacia el cuarto de mi madre, el cual permanecía tan sombrío como el resto de la casa. Allí, asentado junto a la menuda ventana ahora despejada, visualicé la huesuda figura de mi mascota, la cual me contempló por un breve lapso de tiempo antes de volver a dirigir su vista hacia el exterior.
-¿Qué haces aquí?-quise saber contemplando con cierto desconcierto la sala todavía a oscuras.
Las cortinas, normalmente cerradas, se hallaban abiertas de par en par mostrando por la pequeña ventana habitualmente oculta tras ellas la nocturna calle. Fijé mis extrañados ojos hacia la nota dispuesta sobre la deshecha cama de mi madre. Temiéndome lo peor, agarré el arrugado papel entre mis trémulas manos y leí su escueto contenido con presteza.
Marchate de casa lo antes posible. Vé a casa de tía Marga, ella te ayudará. Lo siento muchísimo cariño.
Durante una fracción de segundo perdí completamente el juicio. ¿Qué significaba aquello? Dirigí nuevamente mi vista hacia el minino asombrándome al contemplar que ya no se encontraba en el lugar en el que poco antes le había visto. Había desaparecido.
-¿Garfield?-pregunté caminando lentamente hacia la despejada ventana frente a la cual segundos antes le había divisado.
Sin saber exactamente la causa, dirigí mi mirada hacia el desolado exterior. A penas eran las siete y diecinueve minutos de la tarde y ya no había transeúntes por las desiertas calles. Normalmente no había nada que pudiese llamarme la atención en el pobre exterior que rodeaba mi casa pero, en aquella ocasión, hubo algo que logró captar mi total interés. Aparcado sobre la acera paralela a mi casa, se hallaba un flamante Mercedes-Benz negro que desentonaba totalmente con el paisaje que tan bien conocía. Me quedé embobada observando la manera en la que brillaba la carrocería del automóvil hasta que, finalmente, mi deslumbrada vista se posó en los tres individuos que en aquel entonces bajaban del vehículo. El aspecto tosco que mostraban logró impresionarme. Vestían camisetas largas que conjuntaban con sus bombachos pantalones y con las múltiples cadenas que colgaban de sus cuellos. Dos de ellos parecían ser de procedencia inglesa aunque el tercero, de piel bronceaba y cabello negro como el carbón, debía proceder de alguna zona ubicada por el sud de América, incluso quizá de América central. Mi sangre se congeló cuando uno de ellos, de cabello rubio apagado y rostro severo, dirigió su adusta mirada hacia mí. Permanecí tan estática como me fue posible, lo que no sirvió de nada. Me había visto. Inhalé aire con ansia al comprender que se encaminaban hacia la casa. Esa debía ser la razón por la que Alicia me había ordenado que me marchase lo antes posible del lugar. Llegué a la rápida conclusión de que no se trataba de gente amistosa cuando atiné en la mano del rubio que seguía mirándome desde el exterior una reluciente pistola metalizada. Mi corazón latió con una rapidez insólita mientras mi mente me demandaba una y otra vez que me largase lo antes posible del lugar. Totalmente atemorizada, emprendí una acelerada carrera hacia el piso inferior sin localizar todavía a mi pequeño felino. Recorrí con tal celeridad las escaleras que tropecé tontamente con mis propios pies cayendo estruendosamente al suelo. Por suerte, tan sólo cuatro peldaños me separaban del firme piso. Escuché un disparo tan cerca de mí que no pude reprimir un leve grito que logró aflorar de mi reseca garganta. Pocos segundos tras el ensordecedor sonido, el cerrojo de la puerta principal cayó a poco más de un metro de mi rostro. Aterrorizada, me alcé del suelo con patosidad e inicié nuevamente la marcha en el preciso instante en el que dos de los tres individuos penetraban en el interior de la casa. Nuevamente, escuché otro ensordecedor disparo ésta vez destinado a mí, aunque la bala que debía atravesar mi pierna izquierda terminó incrustándose en una de las jambas que formaban el hueco por el que velozmente ingresé. Mi única salvación era la puerta trasera ubicada en la cocina en la que ahora me encontraba. Crucé el recinto con la mayor rapidez posible creyendo ilusamente que podría escapar de aquel lugar. Tras la puerta de madera que daba paso al jardín trasero se hallaba el hombre que poco antes me había estado contemplado. Me analizó detenidamente con aquel rostro tosco que tanto pavor lograba infundirme. Cuando me volteé con la intención de salir del lugar, me encontré con los dos sujetos que faltaban. Uno de ellos me apuntaba con su respectiva pistola mientras el otro me examinaba en silencio.
-¿Dónde está?-preguntó rudamente el hombre pelirrojo que no iba armado.
Las palabras no lograron aflorar de mi quebradiza garganta. Deseaba poder responderle, pero el temor había logrado paralizarme por completo. Podía notar cada uno de los latidos que ejercía mi bombeante corazón con total precisión.
-No te haremos nada si nos dices dónde está-aseguró el mismo hombre sin apartar en ningún instante sus claros ojos de mí.
Parecía ser el más pacífico de los tres, cosa que logró tranquilizarme en cierta manera. Al menos uno de ellos era ligeramente conciliador.
-¿Quien?-logré farfullar sin conseguir que mi voz sonase firme.
El hombre de cabello carbón murmuró algo ininteligible por lo bajo a la vez que el pelirrojo asentía paulatinamente sin apartar su serena vista de mí.
-Alicia-mustió tras algunos segundos de incómodo silencio.
Tragué la poca saliva que lograba humedecer mi boca a la vez que mis ojos se empañaban ante el temor que sentía. Sabía que aquello tenía que ver con mi madre. ¿Con quién sino?
-No...No lo sé-murmuré por lo bajo sintiendo mis piernas temblar descontroladamente.
Nuevamente, el hombre armado comentó algo que no fui capaz de captar. Me atemorizaba pensar que podrían matarme en aquel momento sin que nadie pudiese evitarlo. Las calles permanecían tan desiertas como era habitual y no se escuchaba sonido alguno proveniente del exterior. Quizá, si gritase con todas mis fuerzas, sería capaz de llamar la atención de algún vecino cotilla que se molestase en llamar rápidamente a la policía. Aunque sabía que no era un buen plan. Antes de que pudiese agarrar el suficiente aire para efectuar mi temerario chillido ya habría recibido un balazo por parte del tosco hombre que me apuntaba a pocos metros de distancia.
-No tenemos nada contra ti-aseguró el conciliador hombre ordenándole a su compañero mediante un simple gesto con la mano que bajase su arma, cosa que hizo ipso facto.
-No sé dónde está, de verdad-testifiqué nerviosamente segundos antes de que unas insistentes pisadas provenientes del salón lograsen captar la atención de los sujetos que se arremolinaban a mi alrededor cual buitres.
Rápidamente, el hombre armado volvió a alzar la pistola apuntando ésta vez hacia la abierta puerta que daba al pasillo.
-¿Hay alguien más en la casa?-preguntó el mismo hombre con el que en todo momento había estado manteniendo aquella concisa conversación.
Negué con la cabeza al verme incapaz de responder mediante palabras la sencilla pregunta que el individuo había engendrado. Los dos sujetos dispuestos ante mí se miraron con suspicacia durante una leve fracción de segundo antes de que el tercero, del cual ya me había olvidado por completo, colocase el frío cañón de la pistola sobre mi cuello, el cual se residía cubierto por la gruesa bufanda de la cual todavía no había logrado desprenderme.
-Camina-ordenó tajantemente en el momento en el que me propinó un leve empujón para lograr que emprendiese el paso.
Tenía ganas de llorar. Estaba asustada. Por primera vez en la vida deseaba fervientemente que mi madre apareciese por la puerta y solucionase todo aquello que ella misma había causado.
-Más rápido-mandó a la vez que colocaba la pistola sobre mi palpitante sien.
Aceleré el paso cuando mis pies encontraron los peldaños que nos conducirían hacia el piso superior mientras iniciaba un silencioso llanto que pareció molestar al hombre ubicado tras de mí, ya que rumió algo por lo bajo a la vez que me propinaba un ligero empujón. Me dirigí en dirección a mi cuarto sin que el hombre armado pusiese ningún tipo de inconveniente.
-Siéntate-ordenó autoritáriamente cuando ambos ingresamos en el interior de la luminosa estancia.
Acaté el mandato con inmediatez asentándome sobre mi respectiva cama. El atacante no apartó la vista de mi en momento alguno mientras yo me obligaba a desviar la mía de él. Se trataba de un adulto de rasgos duros e intimidantes. Sus oscuros ojos desentonaban con su rubia cabellera y con su pálida piel. Apartó la ropa dispuesta sobre la única silla que se atinaba en el lugar y se sentó en ella cara a mí, sin dejar de estudiarme. Contemplé con cierto temor la sonrisa que había esbozado por el rabillo del ojo. Me mordí con fuerza el labio inferior al observar la manera en la que aquel individuo jugueteaba con la pistola que mantenía aferrada entre sus diestras manos. Seguramente había disparado con aquella pistola a muchas personas en su corta vida. A penas debía tener unos treinta años. No sé exactamente cuanto tiempo pasó hasta que se escucharon varios disparos provenientes del piso inferior seguidos por desgarradores gritos de dolor que resonaron en toda la casa. El sujeto ubicado ante mí se puso de pie aceleradamente, aunque no se movió de su respectivo lugar. Me observó durante unos pocos minutos hasta que el crujido que las escaleras ejercieron bajo el peso de algún humano cuyo destino era el piso superior logró captar su total atención. Por primera vez dejó de apuntarme a mí para dirigir su arma hacia la entreabierta puerta de madera añeja ubicada a mi derecha.
-¡¿Quién hay ahí?!-preguntó el sujeto armado manteniendo su mano alzada preparado para disparar si fuese necesario.
Nadie respondió a su pregunta. Aquellos precisos pasos siguieron haciéndose sonar por el estrecho pasillo. Mi corazón empezó a palpitar con aceleración. Quizá se tratase de mi madre. ¿Quién más podría ser? Los disparos que minutos antes había oído en el piso inferior volvieron a resonar en mi atolondrada cabeza. Temí lo peor.
-¡He preguntado quién hay ahí!-vociferó con firmeza colocando su dedo índice en el gatillo con la clara pretensión de disparar al individuo que se atreviese a ingresar en el lugar.
De nuevo, nadie respondió. Pero aquellos seguros pasos dejaron de sonar. De repente, el silencio abarcó cada rincón de la vivienda. Era un silencio molesto, exasperante. La puerta chirrió levemente al ser impulsada por el individuo que se hallaba tras ella. Dos atronadores disparos provenientes de la metalizada pistola que mi atacante mantenía sujeta entre sus firmes dedos lograron ensordecerme durante algunos inquietantes minutos. Me olvidé de respirar, de pensar, de hablar. Observé con mis asustadizos ojos los agujeros que las dos balas procedentes del arma que ahora volvía a apuntarme a mí habían originado en la dura puerta de madera. Esperé escuchar lamentos, gritos, una respiración entrecortada, algo. Pero no se escuchó nada. Nada fuera de lo normal. La puerta volvió a chirriar ante el lento movimiento que efectuaba seguramente a causa de la brisa que penetraba desde la abierta puerta principal. Inspiré con ansiedad al ver con mis inquietos ojos aparecer tras la destrozada puerta una conocidísima figura. Ante mí, contemplándome con sus fascinantes ojos esmeralda, se hallaba el adorable felino que había creído desaparecido.
-Garfield...-balbuceé dejando que dos gruesas lágrimas aflorasen de entre mis pesados parpados.
El sujeto armado apuntó al indefenso minino y apretó el gatillo en el preciso instante en el que me ponía en pie reprimiendo un grito que luchó por lograr surgir de mi quebrada garganta. Con una agilidad sobrehumana, el gato esquivó la rauda bala destinada a él. Entreabrí los labios alucinada. Jamás había visto algo parecido. El minino emprendió una veloz carrera por el cuarto ante mi asombrada mirada. El menudo felino se había convertido en una mancha borrosa que recorría el cuarto con una precisión deslumbrante.
Observé el descompuesto rostro que esbozó el paralizado hombre ubicado ante mí. Varias balas provenientes de su pistola se incrustaron en las paredes y en los muebles que componían mi cuarto, pero ninguna de ellas logró alcanzar a aquella mancha canela que se desplazaba rápidamente por la sala. Quise moverme, salir de aquel lugar. Pero no pude efectuar ningún tipo de movimiento más que el que ejercían mis pesados parpados al abrirse y cerrarse con lentitud.
-¡Dile que pare!-ordenó el atacante fijando su vista en mí-¡Dile que pare!-repitió apuntándome con su respectiva arma.
No reaccioné ante su insistente petición. Había perdido toda capacidad de pensar, hablar, de moverme. Oí un disparo. Era la última bala que quedaba en la ahora descargada arma. La última bala destinada a mí. Ni siquiera tuve tiempo de aspirar por última vez antes de que algo me empujase violentamente lanzándome sobre la cama. Sentí la presión que un robusto cuerpo ejercía sobre mí segundos después de ser desviada de la trayectoria del proyectil. Contemplé el rostro de un joven muchacho, desconocido para mí, ubicado a simples centímetros del mío. Mantuve en todo momento mis grandes ojos tan abiertos como me fue posible. De repente, aquel desconocido muchacho se transformó en un precioso gato canela. Respiré entrecortadamente cuando el animal se apartó en un ágil y veloz movimiento de mí para volver a revolotear por la estancia. Me recosté sobre mi brazo izquierdo sin ser capaz de entender todo aquello que estaba sucediendo en el lugar en el que me hallaba. Una vez más, el conocido felino se transformó en un apuesto muchacho de cabello color canela y piel blanquecina. Pude visualizar desde mi posición el asustado rostro del sujeto que poco antes había intentado matarme. No tuve ni tiempo de parpadear cuando el hombre rubio fue impelido por el irreconocible joven hallado ahora ante él. Contemplé horrorizada como el sujeto desarmado atravesaba la menuda ventana dispuesta en mi cuarto para, en cuestión de unos escasos segundos, desnucarse al golpearse con el duro cimiento que componía la entrada de mi vivienda. Respiré agitada cuando el chico posó sus deslumbrantes ojos esmeralda sobre mí. Me alcé con rapidez de la mullida cama y emprendí una rápida carrera hacia el exterior. Bajé las escaleras con vertiginosidad hasta llegar al destrozado vestíbulo. Asombrada, observé la sangre que recubría el suelo de madera envejecida que estaba pisando. Dirigí mi amedrentada mirada hacia la puerta principal, abierta de par en par. Desde mi actual posición, pude discernir el inerte cuerpo del hombre que instantes antes se había hallado en mi cuarto. Mis ojos volvieron a empañarse a la vez que mi cuerpo emprendía violentos espasmos. Cogía y expulsaba aire por mis pulmones agitadamente. Reprimí un grito cuando contemplé por la puerta entreabierta de la cocina los cadáveres de los dos integrantes que faltaban. Me agarré a la barandilla de la escalera al notar nauseas. Percibí un desagradable sabor en mi boca en el instante en el que me presionaba con fuerza el estomago con la mano que me quedaba libre. Intenté tranquilizarme sin poder evitar que varias lágrimas brotasen de mis acuosos ojos marrones. Me arrodillé en el viscoso suelo cuando me vi incapaz de seguir en pie. Sentía mis ojos arder. Pude escuchar unos firmes pasos en la lejanía. Todo empezaba a estar demasiado borroso como para poder avistar nada más que sangre a mi alrededor. Me dejé caer sobre el frío piso en el instante en que mis fuerzas se desvanecieron completamente. Me sentía debilitada. Repentinamente, el constante sonido que aquellas pisadas engendraban dejaron de retumbar en mis silenciados oídos a la vez que mis párpados se cerraban para dar paso a la simple oscuridad.
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